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El gobierno de la fe

marzo 13, 2013

Lo que está a punto de ocurrir en el Vaticano (seguramente hoy o mañana tendremos nuevo Papa) es el acto de proclamación del nuevo jefe de la iglesia. Un acontecimiento mundano que sólo en apariencia queda en manos de un colegio de cardenales sometidos al encierro del cónclave, del que necesariamente ha de salir el nominado. Sin embargo, en este acto de decisión personal y colectiva, se establece, como en otros muchos de los ritos de la iglesia, una conexión espiritual con el orden de lo trascendente. El nuevo Papa lo será por la voluntad de Dios. Este elemento, que hoy en día resulta llamativo, es en realidad el factor que identifica a la Iglesia como el gobierno de la fe, distinto del gobierno de lo mundano, cuya naturaleza estrictamente política carecería, por tanto, de la conexión espiritual con la voluntad divina.

La teoría del absolutismo monárquico respondía a la necesidad que tenía el poder político del máximo respaldo divino. En una época donde el gobierno de la fe compartía con el mundano el destino temporal del pueblo, las monarquías, en su ascenso imparable hacia el poder absoluto, necesitaron impostar para sí la característica fundamental de su contrincante en la lucha por el dominio del orden social. Desde aquel entonces, los reyes lo fueron por la voluntad de Dios, y su poder se extendió sobre la Iglesia, haciéndola cómplice obligada.

El proceso que contribuyó a desequilibrar el reparto medieval del poder entre Iglesia y Monarquía, fue un reflejo del cambio intelectual y espiritual en la sociedad de aquel entonces. Cuando la vida era breve y tortuosa, al individuo, con independencia de su formación y genialidad, le interesaba estar a bien con Dios tanto o más que con el Rey. Guerras, hambrunas y enfermedades, limitaban la vida a unos pocos años de trabajo y miserias, que debían ser sabiamente invertidos en ganarse un buen lugar en el más allá. Poco a poco, a medida que mejoraron las condiciones de vida, los individuos empezaron a olvidarse de la eternidad para centrarse en lo terrenal, contribuyendo de ese modo a reforzar el poder político de los monarcas en detrimento del que también ejercían los obispos.

En el proceso descrito de abandono paulatino del temor a Dios, secularización de las costumbres y ascenso imparable del poder de las monarquías, surgió el Estado. Lo que en principio fue la maquinaria al servicio del gobierno, acabó convirtiéndose en una idea que por sí misma acabó engullendo e incorporando tanto la política como el Derecho e incluso la moral. Desde el primer momento también estableció una fuerte tensión con la Iglesia, de la que ha sido cómplice y colaborador en lo mundano, y progresivamente, competidor en lo estrictamente espiritual. La sociedad contemporánea ha sustituido al Dios trascendente por un Dios mundano: el Estado.

Los que ahora se sorprenden y critican la liturgia de la Iglesia, su ostentación, la formalidad de sus actos, e incluso la relevancia mediática de la elección de su nuevo líder, olvidan en su mayoría que esas mismas características forman parte del día a día en la vida política de cualquiera de los países en los que se divide nuestro mundo. La fe trascendente ha sido sustituida por las distintas formas de socialismo, con sus dogmas, su doctrina y su corrección de pensamiento. El Estado es un Dios en cuya naturaleza está el poder redistributivo y tuitivo, que no siempre saben ejercer quienes lo controlan de manera temporal. De ahí que los movimientos y revoluciones nunca traten de limitar el poder, sino de derribar gobiernos puntuales o regímenes que consideran inadecuados para la función que la doctrina socialista atribuye sin discusión al Estado.

La Iglesia ha perdido poder, pero permanece. Ha cambiado, pero no tanto. Pertenece a una época distinta, y se esfuerza en vano por conectar con una mayoría social que vuelva a auparla en el reparto del poder mundano contra el Estado. Pero la guerra del día a día no es sino un reflejo de la batalla trascendente entre el Dios del futuro, de la esperanza de vida, del placer y la felicidad, de la realización, de la prestación «social», de la sanidad y el entretenimiento, y el Dios estricto y simple que domina un orden supremo cuyos puentes con la realidad se han ido desmoronando siglo tras siglo. Sin embargo, algo queda en la Iglesia que sigue atrayendo la atención del público. Porque la soberbia de nuestro tiempo no puede ser completa, y más vale ponerle una vela a Dios y otra al Estado, que olvidarse del primero y pagarlo durante toda la eternidad.

El gobierno de la fe elegirá un nuevo sumo pontífice, que como la etimología de su nombre indica, siguiendo la tradición romana, es el encargado de construir puentes entre nuestro mundo y el otro, evitándonos al resto mojarnos o, en el peor de los casos, que se nos lleve la corriente.

Escribe un liberal (antiestatista), que no cree, ni pertenece a la Iglesia, ni practica; pero sí paga rigurosamente sus impuestos (le pongo una vela a Montoro)

Saludos y Libertad!

3 comentarios leave one →
  1. marzo 13, 2013 12:50 pm

    La pompa y la ceremonia de la iglesia refleja cuanto ha influido el imperio romano en la Casa de Pedro.

    • marzo 13, 2013 2:22 pm

      Precisamente, la iglesia es heredera directa del imperio, como poder político con vocación católica, universal. La pérdida de la unidad política hizo que la iglesia aglutinase en el patio italiano los dos gobiernos. La consolidación de las monarquías europeas terminaron por cambiar ese doble papel de Roma, y claro, desde hace uno o dos siglos, la iglesia ha quedado relegada. Los curas ahora en curas, y hay conductas que son hoy más incompatibles con el sacerdocio que antes. Porque hasta el XVIII hubo papas con hijos, papas guerreros, obispos con concubina, amante, hijos naturales. Creo que ese es un aspecto relevante de la crisis por la que pasa la iglesia, no crees?

      • abril 13, 2013 2:48 am

        Lo creo, muy bueno el artículo, he disfrutado mucho leyéndolo.
        Por cierto al final Papa negro. 😉

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