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El gobierno de la fe

marzo 13, 2013

Lo que está a punto de ocurrir en el Vaticano (seguramente hoy o mañana tendremos nuevo Papa) es el acto de proclamación del nuevo jefe de la iglesia. Un acontecimiento mundano que sólo en apariencia queda en manos de un colegio de cardenales sometidos al encierro del cónclave, del que necesariamente ha de salir el nominado. Sin embargo, en este acto de decisión personal y colectiva, se establece, como en otros muchos de los ritos de la iglesia, una conexión espiritual con el orden de lo trascendente. El nuevo Papa lo será por la voluntad de Dios. Este elemento, que hoy en día resulta llamativo, es en realidad el factor que identifica a la Iglesia como el gobierno de la fe, distinto del gobierno de lo mundano, cuya naturaleza estrictamente política carecería, por tanto, de la conexión espiritual con la voluntad divina.

La teoría del absolutismo monárquico respondía a la necesidad que tenía el poder político del máximo respaldo divino. En una época donde el gobierno de la fe compartía con el mundano el destino temporal del pueblo, las monarquías, en su ascenso imparable hacia el poder absoluto, necesitaron impostar para sí la característica fundamental de su contrincante en la lucha por el dominio del orden social. Desde aquel entonces, los reyes lo fueron por la voluntad de Dios, y su poder se extendió sobre la Iglesia, haciéndola cómplice obligada.

El proceso que contribuyó a desequilibrar el reparto medieval del poder entre Iglesia y Monarquía, fue un reflejo del cambio intelectual y espiritual en la sociedad de aquel entonces. Cuando la vida era breve y tortuosa, al individuo, con independencia de su formación y genialidad, le interesaba estar a bien con Dios tanto o más que con el Rey. Guerras, hambrunas y enfermedades, limitaban la vida a unos pocos años de trabajo y miserias, que debían ser sabiamente invertidos en ganarse un buen lugar en el más allá. Poco a poco, a medida que mejoraron las condiciones de vida, los individuos empezaron a olvidarse de la eternidad para centrarse en lo terrenal, contribuyendo de ese modo a reforzar el poder político de los monarcas en detrimento del que también ejercían los obispos.

En el proceso descrito de abandono paulatino del temor a Dios, secularización de las costumbres y ascenso imparable del poder de las monarquías, surgió el Estado. Lo que en principio fue la maquinaria al servicio del gobierno, acabó convirtiéndose en una idea que por sí misma acabó engullendo e incorporando tanto la política como el Derecho e incluso la moral. Desde el primer momento también estableció una fuerte tensión con la Iglesia, de la que ha sido cómplice y colaborador en lo mundano, y progresivamente, competidor en lo estrictamente espiritual. La sociedad contemporánea ha sustituido al Dios trascendente por un Dios mundano: el Estado.

Los que ahora se sorprenden y critican la liturgia de la Iglesia, su ostentación, la formalidad de sus actos, e incluso la relevancia mediática de la elección de su nuevo líder, olvidan en su mayoría que esas mismas características forman parte del día a día en la vida política de cualquiera de los países en los que se divide nuestro mundo. La fe trascendente ha sido sustituida por las distintas formas de socialismo, con sus dogmas, su doctrina y su corrección de pensamiento. El Estado es un Dios en cuya naturaleza está el poder redistributivo y tuitivo, que no siempre saben ejercer quienes lo controlan de manera temporal. De ahí que los movimientos y revoluciones nunca traten de limitar el poder, sino de derribar gobiernos puntuales o regímenes que consideran inadecuados para la función que la doctrina socialista atribuye sin discusión al Estado.

La Iglesia ha perdido poder, pero permanece. Ha cambiado, pero no tanto. Pertenece a una época distinta, y se esfuerza en vano por conectar con una mayoría social que vuelva a auparla en el reparto del poder mundano contra el Estado. Pero la guerra del día a día no es sino un reflejo de la batalla trascendente entre el Dios del futuro, de la esperanza de vida, del placer y la felicidad, de la realización, de la prestación «social», de la sanidad y el entretenimiento, y el Dios estricto y simple que domina un orden supremo cuyos puentes con la realidad se han ido desmoronando siglo tras siglo. Sin embargo, algo queda en la Iglesia que sigue atrayendo la atención del público. Porque la soberbia de nuestro tiempo no puede ser completa, y más vale ponerle una vela a Dios y otra al Estado, que olvidarse del primero y pagarlo durante toda la eternidad.

El gobierno de la fe elegirá un nuevo sumo pontífice, que como la etimología de su nombre indica, siguiendo la tradición romana, es el encargado de construir puentes entre nuestro mundo y el otro, evitándonos al resto mojarnos o, en el peor de los casos, que se nos lleve la corriente.

Escribe un liberal (antiestatista), que no cree, ni pertenece a la Iglesia, ni practica; pero sí paga rigurosamente sus impuestos (le pongo una vela a Montoro)

Saludos y Libertad!

Del matrimonio civil y sus enemigos

marzo 4, 2013

La polémica suscitada por los comentarios del ministro Fernández Díaz ha dejado de manifiesto que vivimos en una sociedad donde el pensamiento único y lo políticamente correcto han tomado el ámbito antaño ocupado por los dogmas de fe y la superchería popular.

Resulta que el ministro ha aprovechado su presencia en el coloquio sobre Religión y Espacio Público, celebrado en la embajada española en el Roma, para realizar las siguientes manifestaciones

“Si nos oponemos al matrimonio entre personas del mismo sexo, no podemos usar argumentos confesionales. Existen argumentos racionales que dicen que ese matrimonio no debe tener la misma protección por parte de los poderes públicos que el matrimonio natural. La pervivencia de la especie, por ejemplo, no estaría garantizada”.

Fernández Díaz se refiere al matrimonio civil, dado que el canónico y su naturaleza heterosexual queda fuera de toda duda. Dice que la ley debe mantener los privilegios concedidos tradicionalmente a las uniones heterosexuales, y para ello utiliza el argumento de que sólo éstas garantizan la pervivencia de la especie. Es su opinión. Y se trata de una opinión contenida, porque no juzga la calidad personal de las personas homosexuales, sino que se posiciona a favor de que la legislación tome una determinada orientación, distinta a la que ahora tiene. Dado que el matrimonio civil, y las instituciones jurídicas relacionadas, pueden alterarse, como así se viene haciendo desde hace siglos, parece legítimo que cada cual muestre en público su opinión al respecto. Se llama pluralismo intelectual. Nada más.

Quien no opine como el ministro, en vez de sacar a pasear ese talante tan intransigente y sectario que algunos tienen, podrían tratar de rebatirle con argumentos de mayor calidad que los suyos. O mejor aún. No prestarle demasiada atención. Por lo que parece, la mayoría de los españoles mira con aprobación o indiferencia que las uniones homosexuales hayan alcanzado el estatus jurídico del matrimonio civil tradicional por medio de la asimilación. Lo que en su día suscitó cierto debate en la calle, hoy ya nadie lo discute.

En mi opinión, que es tan legítima como la del ministro, o la de esas fieras dogmáticas que pretenden acallar a cualquiera que se salga de la corrección política y el pensamiento único, son tan enemigos de la institución del matrimonio los unos como los otros. Tanto el ministro como los viejos activistas partidarios del matrimonio de parejas del mismo sexo, creen que éste debe seguir siendo el único acceso para que dos individuos que conviven y se quieren, gocen de determinadas garantías jurídicas. Ambos comenten el error de aferrarse a una institución civil obsoleta y desfasada para resolver situaciones personales que hace tiempo superaron sus límites.

El matrimonio no sólo ha quedado adulterado por la introducción contracultural de la posibilidad de que personas del mismo sexo lo contraigan. El hecho de que la disolución haya dejado de exigir una causa, o que la filiación extramatrimonial surta los mismos efectos en la relación entre el progenitor y su prole natural, suponen transformaciones que demuestran que nuestro código debería haber abandonado hace tiempo al matrimonio, dejándolo como una reliquia ineficiente para el momento social que vivimos. Los individuos deben poder decidir todos los efectos de su convivencia, dejando a la ley la regulación, dispositiva o imperativa, para las consecuencias jurídicas que se derivan del nacimiento (filiación, parentesco, alimentos) y la muerte (legítimas, sucesión natural). El resto de actos y negocios jurídicos, incluido el matrimonio, deben quedar a disposición del individuo, que haciendo valer la autonomía de su voluntad, decida cómo disponer sobre sus bienes, o la manera de ordenar sus relaciones y vínculos personales.

Enemigos del matrimonio son todos los que se aferran al mismo como un arma arrojadiza al servicio de concretas definiciones morales y culturales de lo que debe o no ser la convivencia entre individuos, que, liberados al fin del corsé de su estado civil, deberían poder definir por sí mismos el régimen jurídico y económico en convivencia. Esta es la única alternativa tanto a la visión recalcitrante del ministro, como a la posición contracultural y absurda de quienes creen estar extendiendo derechos cuando lo único cierto es que han logrado ensanchar servidumbres.

En este debate, que no está cerrado, el ministro de interior tiene las de perder y se halla en una posición desfavorable. El pensamiento totalitario de algunos, en vez de discutirle, pretende expulsarlo de la vida pública. Esta quizá haya sido la consecuencia más reveladora de esta pequeña polémica. Como decía, los dogmas de fe y la superchería ahora tienen forma de pensamiento único y corrección política. La inquisición es mediática, y sus jueces, personajes de la extrema izquierda que se creen valedores de una nueva verdad revelada.

Saludos y Libertad!

Malos tratos. Entre el archivo y el sobreseimiento.

febrero 28, 2013

Es cierto que Toni Cantó, diputado de UPyD en el Congreso, ha dado por válida una estadística no oficial, imprecisa en sus términos y parcial en su propósito. Es cierto que Toni Cantó quedaba desde ese momento obligado a rectificar y pedir perdón por haber afirmado que la mayoría de las denuncias por malos tratos eran falsas. A continuación, dada su pertenencia a la comisión de igualdad del Congreso, su obligación es la de recabar datos, y si estos le resultasen útiles, no rendirse ante el linchamiento mediático y político al que los grupos de izquierda le están sometiendo. Los datos, decía, esta vez sí procedentes de las estadísticas oficiales, le ayudarán a subsanar el error conceptual cometido, como paso necesario para que la verdad de fondo que contenían sus palabras no quede oculta por culpa de la corrección política y el pensamiento único. Toni Cantó, lejos de rendirse, está obligado a plantear un debate serio sobre la injusta reforma del código penal relativa al maltrato de mujeres por parte de sus parejas, o exparejas masculinas.

LA LEY.

Empecemos con las novedades que introduce en nuestro Código Penal la LO 1/2004, de 28 de diciembre, de medidas de protección especial contra la violencia de género.

1. Afecta a la materia relativa a la suspensión y sustitución de penas (artículos 83, 84 y 88), cuando éstas sean relativas a los tipos penales afectados por la introducción de la idea de violencia machista (del hombre sobre la mujer).

2. Tipo de lesiones del artículo 148.4, incrementando las penas del 147 cuando la víctima fuere o hubiese sido “esposa o mujer” ligada con el autor.

3. Tipo de malos tratos del artículo 153.1, siguiendo la lógica del anterior, cuando el agresor sea hombre y la víctima mujer que fuera o hubiese sido su pareja.

4. Tipo de amenazas del artículo 171.4, y tipo de coacciones del 172.2, ambos en el mismo sentido descrito, estableciendo una discriminación favorable a las mujeres que sean víctimas de acciones realizadas por hombres que fueran o hubiesen sido sus parejas.

El TC desestimó el recurso de inconstitucionalidad, entendiendo que la discriminación introducida no vulneraba los derechos fundamentales contenidos en nuestra Constitución. A pesar de lo cual, la reforma establece una discriminación cuanto menos discutible, y cuyos efectos podrían estar siendo perjudiciales para la sociedad en su conjunto, al crear incentivos perversos en cuanto a la utilización de dichos tipos penales, así como de los mecanismos procesales y órganos jurisdiccionales creados, para otros fines que no son estrictamente la persecución de los malos tratos entre los miembros de una pareja. Precisamente porque la reforma protege de manera desigual situaciones amparadas por otras leyes que fueron aprobadas por el mismo gobierno de acuerdo con una estrategia parecida. La mujer maltratada por otra mujer, el hombre mal tratado por una mujer, o el hombre maltratado por otro hombre, quedan fuera de la reforma contra la violencia de género, ya que ésta se centra únicamente en la mal llamada “violencia machista”.

ESTADÍSTICA OFICIAL.

Pero volvamos a la polémica suscitada por Toni Cantó y sus comentarios. A continuación reproduciré los datos oficiales preparados por el Observatorio de Violencia de Género publicados en la página del CGPJ, relativos al año 2011:

Denuncias totales: 134.002.

El 36% son de mujeres inmigrantes, pese a representar el 11% de la población femenina en España.

De las 134.002 hay un 11,54% de denunciantes que renuncian al proceso.

El 61,4% de las denuncias lo son por malos tratos estrictos (menoscabo psíquico o físico, sin lesión), del art. 153 cp; 13% por violencia doméstica genérica (física o psíquica), del artículo 173,2 cp; 9%, delitos contra la libertad; 3,9% Lesiones del art. 148 cp; y un 0,1% (95 casos) por homicidio, 60 mujeres asesinadas (0,044% del total de denuncias), 35 intentos o tentativas.

El dato realmente relevantes que de las 134.002 denuncias, 52.294 acabaron en sentencia (se entiende que el resto fueron archivadas o sobreseídas), resultando un 60% condenatorias (31.403) y el 40% absolutorias (20.891). Es decir, que del total de denuncias, sólo un 23,43% terminaron en condena del denunciado. Este dato de 31.403 condenas coincide con las medidas de protección acordadas, que no llegaron a 24.000, consistentes en alejamiento y prohibición de comunicación del presunto agresor con la víctima.

Otra estadística es la que se ofrece en este enlace, y que hace referencia a datos del CGPJ relativos a los años 2005-2008, que habla de 600.000 denuncias durante esos años, de las cuales 343.527 fueron archivadas en la instrucción, 115.768 sobreseidas y 45.421 con sentencia absolutoria, lo que reduce las condenas al 16% del total de denuncias presentadas.

 

EL TIPO DE DENUNCIA FALSA (art. 456 CP) Y SU REFLEJO EN LA ESTADÍSTICA.

El por qué la estadística no refleja la falsedad real de muchas de estas denuncias, pese a que los datos contrastados y expuestos levantan todo tipo de cautelas sobre la veracidad de los hechos, lo explicamos hace unos años en este post. La mayoría de las veces resulta tan complicado probar los malos tratos, como demostrar la falsedad de su denuncia. Si a esto le añadimos la presión que ejerce una opinión pública dominada por el pensamiento único y políticamente correcto, resulta sencillo concluir que pocos indicios de falsedad acabarán materializándose en procedimientos penales concretos, dejando así un ratio insignificante de sentencias condenatorias sobre denuncia falsa. Y la estadística, esa que habla de un 0,01%, recoge única y exclusivamente sentencias que condenen tales hechos.

Saludos y Libertad!

Proceso constituyente

febrero 18, 2013

Siguiendo esa costumbre de arrimar el ascua a nuestra sardina, cueste lo que cueste, aprovechando las circunstancias, e incluso el drama de muchos, la izquierda y el nacionalismo aspiran a que la crisis económica se traslade también al orden político expresado en la constitución de 1978.

Los nacionalistas catalanes han declarado su determinación de romper la unidad de España, segregando aquella región al margen de las previsiones constitucionales y la legalidad. Los nacionalistas vascos, una vez se aclare el destino de ETA y el encaje de Batasuna en el sistema de partidos regional, lanzarán su particular órdago en esta misma dirección. El PSOE, agotado y desorientado, pretende apagar fuegos sugiriendo federalismo, si bien, por lo general, se mantienen en el consenso de 1978, que en definitiva, es de lo que han estado comiendo hasta la fecha. La izquierda que sí plantea un claro desafío contra el orden constitucional vigente, y aspira a que su visión del Estado y la economía inauguren un nuevo régimen distinto al que ahora tenemos, es la que se mueve en la órbita de IU, y los movimientos ciudadanos que ella misma alienta.

Para comprender si estamos en los albores de un cambio de régimen primero debemos analizar los factores que dotan de estabilidad a cierto orden constitucional, y qué requisitos y circunstancias lo hacen tambalearse. En cualquier caso, para que suceda un auténtico cambio de régimen debe haberse producido con anterioridad una trasformación sustancial del consenso social que sostenía el régimen anterior.

En 1978 estaba en crisis la forma política del Estado, que no casaba con la evolución económica y moral de la ciudadanía. Estaba en crisis la situación internacional de España y su incorporación en los ámbitos de compromiso de su entorno. Lo que no estaba en crisis era el modelo de Estado, que avanzaba hacia el Bienestar y la carga fiscal que ello conlleva, así como su carácter tuitivo. La transición resolvió cuestiones y diluyó contradicciones, dejando que la España real traspasase más allá de los límites impuestos por el franquismo. El consenso de aquel cambio de régimen se apoyó en cuatro pilares: importación del sistema de bienestar e intervención europeo, la monarquía como factor de estabilidad en reconocimiento a su labor activa a favor de la transición política, la autonomía de las regiones y el municipalismo, y por último, el sistema de partidos, que desde la legalización del PCE, abrió la puerta a cierta pluralidad que espontáneamente desembocó en un bipartidismo imperfecto o moderado.

Visto lo anterior, situándonos en la actualidad, sumidos en un contexto de recesión económica y crisis moral profunda, algunos tratan de interpretar el momento político que vivimos, cargado de desconcierto e improvisación que provocan hartazgo e impaciencia en la ciudadanía, como una oportunidad para imponer su régimen particular a todos los españoles.

No nos engañemos. Cuando la extrema izquierda habla de abrir un proceso constituyente, no lo hace con la voluntad de inaugurar un periodo de entendimiento que siente las bases de un régimen más eficaz que satisfaga las reivindicaciones populares sobre las que existe un consenso suficiente. La extrema izquierda, como el nacionalismo, lo que busca es debilitar el régimen actual para intervenir de manera agresiva e irresponsable, tratando de afianzar posiciones que sólo a ellos satisfagan.

No es cierto que el consenso social de 1978 se tambalee. Lo que se resquebraja es su desarrollo y culminación durante estos años. Las instituciones que plantea siguen gozando del apoyo ciudadano. No tanto quienes las representan.

La monarquía no está en cuestión, sino por su opacidad y los errores personales cometidos por alguno de sus miembros, incluido el jefe de Estado.

El sistema de partidos tampoco ha sido desahuciado por la ciudadanía, que ha mantenido hasta la fecha altos índices de participación en las elecciones. Lo que se cuestiona es su trasparencia, el sistema de favores, clientelas, asesores, financiación, democracia interna… Lo cierto es que ni siquiera el bipartidismo está realmente en peligro (al menos no por el momento) ya que el avance de IU y UPD sólo redunda en esa “imperfección” de la que hablaba más arriba, si comparamos el nuestro con un bipartidismo perfecto como el norteamericano.

Tampoco está en cuestión el modelo territorial en sí mismo, sino el reparto competencial, la corresponsabilidad, el sistema de financiación, la lealtad institucional y la duplicidad existente entre administraciones.

El Estado de Bienestar, entendido como garantía de un sistema de pensiones, educación y sanidad universales, tampoco está siendo cuestionado por la inmensa mayoría. El debate gira en torno a su gestión, la viabilidad de las fórmulas vigentes, y su convivencia con la iniciativa privada.

Lo que sí estamos experimentando es una creciente demanda por parte de la ciudadanía de enmiendas rotundas al modelo vigente. Crece la exigencia para que cambie el sistema electoral. Se reclama más contundencia contra la corrupción, más transparencia y agilidad a la hora de exigir responsabilidades inmediatas en forma de ceses y dimisiones. Se está consolidando la impresión sobre que el rey debe abdicar en favor de su hijo, en un escenario donde el yernísimo sufra las consecuencias sin atenuantes. La gente pide que se eviten futuras crisis. Que las estructuras que la hicieron posible se depuren. Y que no paguen sólo algunos por los errores de todos, más cuando una minoría parece no haber sufrido ni siquiera la parte de responsabilidad que tendría que haberles correspondido.

Muy al contrario de lo que opinan las mentes totalitarias que sueñan con un derrumbe incontrolado del régimen de 1978, la mayoría social sigue cómoda en sus consensos básicos, reclamando, eso sí, que se aprueben enmiendas contra vicios que son evidentes para todos. No digo nada del contenido de esas enmiendas, porque ahí sí que se tendrá que producir un debate que recabe mayorías suficientes con las que sacar adelante las reformas. No se puede, como hace el PSOE, tratar de imponer una solución federal, cuando la realidad es que nuestro modelo autonómico permite variaciones dentro del marco de unidad y cooperación existente. A priori, las fuerzas políticas no deben acudir a un proceso de enmienda con maximalismos que no reflejen el sentir mayoritario de la sociedad. Es ahí donde se aprecia el desconcierto de los socialistas, que no saben cómo reaccionar. Y es ahí también, donde puede contemplarse la malicia inherente a la extrema izquierda, que busca enfrentar y depurar a los ciudadanos sin importarle las consecuencias que ello tenga.

Saludos y Libertad!

La dación en pago

febrero 13, 2013

La dación en pago no impide que cada día se celebren cientos de lanzamientos en España. El movimiento que ha convertido este negocio jurídico en el eslogan y la bandera de su campaña de desprestigio a la banca y a la ley hipotecaria, manipula la realidad a su conveniencia.

El desahucio es la penúltima fase de la mayoría de las ejecuciones hipotecarias. Una vez el deudor pierde la posesión de la vivienda, en función de las circunstancias particulares de su crédito, pude seguir obligado personalmente al pago de un remanente no satisfecho mediante el precio de adjudicación del bien inmueble. He ahí el meollo de la cuestión donde la dación en pago puede convertirse en una solución.

La realidad es que el Decreto 27/2012 de 15 de noviembre ha parado la inmensa mayoría de los lanzamientos en viviendas habitadas por personas con pocos recursos o riesgo de exclusión. Lo único cierto es que los bancos, acuciados por el coste procesal que representa la lentitud de la justicia, y conscientes de que existen deudas incobrables, han renunciado a perseguir a muchos ejecutados por el resto de sus días contra el resto de sus bienes, presentes o futuros. Las entidades financieras tienen dos tipos de productos: la hipoteca buena, y la hipoteca de riesgo. Normalmente, las personas que peor lo están pasando con la crisis, pertenecen a ese grupo de créditos de riesgo, concedidos contra una garantía cuyo valor no era ni es un factor determinante. Esto hace que los bancos muchas veces prefieran dejar la vivienda ocupada, a cambio de un alquiler bajo, e incluso nada, con tal de saber que la vivienda adjudicada se encuentre relativamente en buen estado. La realidad es que se han firmado miles de daciones en pago, porque las entidades financieras establecen prioridades, clasifican los créditos en función de su riesgo, y valoran también el rendimiento que podrán obtener de la vivienda adjudicada en un futuro no tan lejano, arrendándola o vendiéndola.

Ahora volvamos a la propuesta de generalizar e imponer con carácter retroactivo la dación en pago. Se trata, en primer lugar, en una enorme aberración jurídica que contraviene de un plumazo multitud de principios fundamentales del Derecho. Las leyes, no por viejas se convierten en ineficientes. En el caso de nuestra Ley Hipotecaria, ésta no hace sino reproducir una institución, la hipoteca, que desde la antigua Roma hasta nuestros días, ha evolucionado y depurado sus defectos. La cuestión es si la norma obliga o no a las partes a descartar la dación en pago dentro de las previsiones contractuales. No sucede ni a priori, y como hemos visto, tampoco a posteriori. La ley simplemente establece un marco normativo que distribuye la responsabilidad y establece los mecanismos para exigírsela a las partes. Nada más. Dejemos esa ley tranquila y centrémonos más en normas cuyo contenido sí que ha sido reformado más recientemente, como la Ley de enjuiciamiento civil.

Frente a la propuesta de los “dacionistas”, caben varias soluciones sensibles y eficaces ante la gravísima situación en la que esta crisis económica sistémica, provocada por la banca central y los Estados mediante la expansión artificial del crédito, entre otras causas. Primero, revisar los porcentajes de adjudicación, con y sin postores, previstos en la LEC. Esto compromete en gran medida la estabilidad financiera de los bancos, que calcularon sus expectativas, o iniciaron procedimientos guiados por esos límites. Alterarlos, como hizo el último gobierno del PSOE, exige el concierto con la banca, y hacerlo de forma comedida. Quizá se puedan revisar de futuro, lo que afectaría al precio de tasación previsto en la escritura de hipoteca, el cual debería ajustarse no tanto con el precio de mercado del momento, como por una valoración más conservadora que tratase de eliminar el efecto de la burbuja, si ésta llegara a reproducirse.

Sin embargo, la solución más razonable, y que incluye la dación como una alternativa, y no una imposición caprichosa movida por quien no entiende, o no quiere entender que la estabilidad institucional es una de las claves de progreso económico de una nación, es mejorar y regular la quiebra personal. El concurso de acreedores de personas físicas, así como los mecanismos de mediación y arbitraje, previos a acudir a la jurisdicción, son las asignaturas pendientes de nuestro ordenamiento jurídico. No parece razonable que las personas jurídicas se beneficien de un procedimiento de liquidación o saneamiento, para el que las personas físicas no encuentran más que obstáculos y limitaciones.

Un hipotecado, desempleado, sin más bienes, ni previsión de tenerlos por herencia, al menos no para llegar a pagar algún día el remanente de su crédito tras la adjudicación de la vivienda por el banco, no debería convertirse en un paria social por culpa de esa circunstancia. Cada uno debe asumir su responsabilidad, pero existen las segundas oportunidades, los fallidos, las quitas, la renegociación de la deuda, los acuerdos de pago, o la dación. Los bancos tambien deben asumir el riesgo que supone prestar a tan largo plazo. Estos pactos, entre deudor y acreedor, deben realizarse con garantías y límites que favorezcan a quien se halle en riesgo de exclusión por una insolvencia irresoluble. Mediadores y árbitros aligerarán el número de procedimientos concursales que finalmente alcancen a los órganos jurisdiccionales, generando soluciones ágiles y satisfactorias para ambas partes.

La plataforma en contra de los desahucios y a favor de la dación en pago, tiene dos rostros. Uno solidario, con el que casi todos comulgamos, sensible ante las dificultades de personas que se ven atrapadas por las circunstancias, sin alternativas sencillas, sometidas a la rigidez de nuestras normas y procedimientos. Pero también esconde una vocación subversiva y totalitaria, que busca reventar el sistema atacando uno de sus pilares básicos. Los principios generales del Derecho no son negociables. Su evolución debe permanecer ajena a los cambios legislativos y el capricho de quien los diseña.

Esperemos que una vez aceptada a trámite la iniciativa legislativa popular, la cordura prepondere sobre la visceralidad y la demagogia. El debate debe orientarse a resolver las cuestiones que aquí he tratado: la quiebra personal, el procedimiento concursal para personas físicas, el sistema de arbitraje y mediación como paso previo a los tribunales, y la revisión del procedimiento de ejecución hipotecaria y los porcentajes de adjudicación, acordando en cualquier caso con la banca los efectos retroactivos de la reforma.

Saludos y Libertad!

La sanidad. Pública o Privada.

febrero 11, 2013

En los últimos tiempos, fruto de las medidas de externalización emprendidas por varios gobiernos autonómicos, emulando soluciones que ya funcionaban en España y en el resto de Europa, ha surgido un debate en torno a los servicios sanitarios que, lejos de ser lo serio que debería, ha terminado convirtiéndose en un instrumento de agitación política. Falseando la cuestión, sectores de la izquierda han conseguido definir las reformas como liberalizadoras en tanto privatizan lo público a favor de la empresa privada. Este argumento, lejos de ser cierto, adolece de un defecto fundamental, ya que confunde libertad con regulación por culpa de la mera apariencia. Esto último se entiende a la perfección de la siguiente manera: la categoría del servicio no deriva de la naturaleza de quien lo presta, sino de la fuente de financiación de la que se alimenta, las reglas de lo restringen, y quien toma las decisiones relativas a sus objetivos y presupuestos. Es decir, que por mucho que una función pública la desempeñen personas no sometidas a la disciplina marcial de un ejército, es decir, meros particulares que fueron contratados, u obtuvieron una plaza por oposición, dicha función no pierde su condición de pública. En este sentido, aunque la sanidad que se paga con el presupuesto público, se regula por autoridades públicas, y que es objeto de dirección y planeamiento por parte de los dirigentes políticos de turno, sea prestada por entidades privadas, no pierde ésta su naturaleza. Se trata, por tanto, de modelos de gestión de una misma cosa: la sanidad pública. El debate no es entre público y privado, sino en cuanto a formas de gestión de lo público.

El segundo aspecto más relevante de la discusión es si efectivamente la externalización de servicios sanitarios públicos reduce el coste soportado por los presupuestos de la administración, y al mismo tiempo, mejora la calidad de la prestación a favor de sus usuarios. En este punto, hay cierta controversia, opacidad y tendencia a la manipulación. Lo cierto es que a corto plazo, sí se produce una reducción del gasto por paciente. También es cierto que en general, los pacientes no notan diferencia e incluso agradecen recibir atención en centros “que parecen privados”. Lo parecen porque lo son. Y he ahí uno de los elementos que hacen más atractiva la externalización de la sanidad. El único dato cierto es que todo aquel ciudadano que puede permitírselo, tiende a contratar un seguro privado. La huída de lo público es un hecho constatado. Por eso, quien no puede escapar del yugo de lo público, ve con buenos ojos que se le trate como si la cosa fuera privada. Mejores instalaciones, menor espera, habitaciones individuales… Es lo que la gente busca en la privada en demérito de la pública, la cual, con razón, o muchas veces sin ella, se cree saturada y obsoleta, el menos en los detalles y la comodidad.

Pero volvamos a la cuestión de fondo. ¿Por qué determinados sectores de la izquierda se empeñan en asociar la externalización con la sanidad estrictamente privada, o un supuesto mercado sanitario? La respuesta es muy sencilla: porque saben que a medio/largo plazo, las ventajas iniciales de la externalización, posiblemente queden diluidas en los vicios inherentes a lo público, que contagian todo lo que tocan, salvo que se refuercen factores como la competencia entre agentes y el avance del sector estrictamente privado frente al público, se preste éste como se preste. Los detractores del modelo, saben que si al final vuelven a aparecer los vicios de la pública, podrán relacionar éstos de forma interesada al carácter supuestamente liberalizador del cambio experimentado, defendiendo así la vuelta de la gestión pública de los recursos públicos, como mejor y única opción. Pero esto no deja de ser propaganda y una manipulación en la que sólo caen los que profundizan poco en la cuestión.

Si la externalización se queda en eso, la mera transferencia de servicios públicos de unos gestores a otros, el destino manifiesto será que vuelvan a aparecer los males de lo público, como son el gasto desbocado, el racionamiento de recursos y la degradación de la prestación. Sólo si la externalización va acompañada de un rápido avance de la sanidad privada, esta sí, como sector del mercado encargado de ofertar servicios sanitarios a aquellos usuarios que, libremente, decidan suscribir pólizas de seguro con empresas estrictamente privadas, existirá una posibilidad de éxito para este modelo mixto. La razón de que esto sea así es tan sencilla como la que explica por qué es imposible el socialismo. Sin precios de mercado es imposible efectuar cálculo económico, y sin cálculo económico cualquier actividad productiva queda condenada al más estrepitoso fracaso. ¿Por qué no sabemos cuánto cuesta una sanidad de calidad? Fundamentalmente, porque no existen precios de mercado. El mercado, por definición, debe ser libre. Lo que ahora existe, pese a la multitud de empresas que ofrece seguros privados, o que presta servicios al cobijo del sector público, no cumple los requisitos que permiten hablar de la existencia de un mercado. Los beneficios que obtienen esas empresas dependen de la asignación presupuestaria, que a su vez depende de un cálculo de costes cuyo origen tampoco procede de mercados sectoriales. Es una cascada de números que falsean la realidad porque no son un reflejo de la misma. Ni las farmacéuticas operan en mercados libres, ni los proveedores de material e instrumental médico lo hacen, como tampoco los funcionarios que trabajan en la pública reciben salarios de mercado. De igual modo, las empresas privadas que prestan servicios para la pública, estiman su beneficio en base a unos costes que tampoco se corresponden con los precios que sí surgirían en un mercado libre, y siempre quedan al albur de la decisión política que establece la asignación presupuestaria por paciente.

Lo único evidente aquí es que los menos interesados en mejorar y salvar la sanidad pública son aquellos que se acantonan en un sistema que no funciona, que no puede pagarse, y que no aguanta en comparación con la privada en muchos elementos que contribuyen a la calidad del servicio sanitario. Los políticos han optado por una salida cortoplacista que les sirva para reducir el presupuesto del año siguiente. Lo que deberíamos exigir los ciudadanos es que este proceso, que a priori es una alternativa al desastre que ahora vivimos, no acabe reproduciendo sus mismos defectos. En este sentido la única opción es que el Estado retroceda, liberalice, permita la deducción de la prima del seguro privado en el irpf, para que el sector estrictamente privado crezca y cubra al mayor número posible de ciudadanos. De esa fuente surgirán las señales, los precios, las expectativas de beneficio, que sabrán guiar a las empresas que también presten sus servicios para la pública. Lo deseable es que, poco a poco, nadie que pueda permitirse un seguro privado, quede atrapado por la pública por culpa de impuestos y cotizaciones injustas. Que sólo aquellos que realmente lo necesiten, acudan a un servicio, el público, que ha de ser excepcional, complementario o de urgencia, pero nunca la base del sector sanitario. De seguir siéndolo, no habrá precios que nos guíen, y por esa razón, no habrá forma de calcular cuánto cuesta una sanidad de calidad sostenible y accesible para la mayoría de la población.

Saludos y Libertad!

Este país

febrero 5, 2013

Los políticos son un reflejo de lo que hay en la calle. Esto no les exculpa por los ilícitos que puedan cometer, pero sí nos sirve al resto como espejo en el que mirarnos y apreciar nuestras propias miserias.

Vivimos en un país donde la sanción, aún a sabiendas de haber cometido los hechos que la conllevan, trata de eludirse por todos los medios a nuestra alcance, incluida la mentira más descarada. Un país donde no ponemos el papelito del parquímetro con la esperanza de que no pase el agente, arriesgándonos incluso a abonar el recargo unido al pago inmediato. Un país donde el límite de velocidad existe en la medida que puedan pillarnos. Un país donde un programa de tertulia política vende anti radares de tráfico, que por otra parte, son tan legales como la multa por correr demasiado.

Vivimos en un país donde muchos profesionales acuerdan con sus clientes pagos, una parte con, y otra parte sin… Un país donde la gente se separa legalmente para que sus hijos ganen puntos y vayan a un determinado colegio. Vivimos en un país en el que hasta el más progre, factura por sociedades lo que procede de su trabajo personal. Donde quien puede hace bricolaje, cuando no ingeniería, con su declaración de la renta. Donde la escritura de compraventa de una vivienda de segunda mano, rara vez se firma por el precio real.

En España la gente se cuela en el metro, y se piden subvenciones de todo tipo a pesar de no necesitarse. En este país muchos profesionales constituyen sociedades mercantiles para eludir a sus acreedores. Ponen bienes a su nombre de su mujer y sus hijos, o crean sociedades civiles, para defraudar a clientes y proveedores. Vivimos en un país donde muchos empresarios abusan de sus trabajadores. Donde muchos trabajadores abusan de sus empleadores. Un país donde los sindicatos no persiguen el absentismo laboral. Un país donde todo el mundo sueña con ser funcionario porque creen que sólo así ganarán mucho por hacer más bien poco. Vivimos en un país donde la gente no llega a tiempo a sus citas, no paga o cumple en fecha sus compromisos, y la administración se retrasa meses, incluso años en hacer frente a las deudas contraídas con sus proveedores.

En España, cuando la cosa iba bien, se cobraba más de la cuenta por todo. Se cobraba por no hacer bien las cosas. Se construían imperios sobre la mentira y la desfachatez. Y cuando llegó la crisis, muchos de esos malos profesionales, que basaban su éxito en el engaño y la manipulación, desesperados por ver cómo la mayoría de sus clientes huían o quebraban, han pretendido mantener el mismo nivel de ingresos a costa de los pocos que le quedaban.

Esta es la España donde los Bárcenas, los Urdangarines, los Correas, los Pujol y los políticos que pululan por todas partes, se relacionan, participan en grandes tramas, o se pierden por cuatro trajes y un saco de confeti, se han forrado haciendo lo que muchos, muchísimos de sus conciudadanos han hecho, o habrían hecho si hubieran podido. Vender humo, facturar informes de una cara, copiados de internet, cobrar a 3.000,00 euros artículos de opinión que nadie leerá, sentarse a dirigir y aconsejar entidades o empresas para las que no se tiene ni talento ni formación.

Como sucede con los perros, que son como sus dueños, tenemos los políticos que nos merecemos. Y la corrupción y corruptelas que tanto nos indignan, no son sino un ejemplo hipertrofiado de lo que sucede en el día a día de muchos ciudadanos, que cada uno a su nivel, con más o con menos, reproducen esa misma picaresca y tendencia a la engañifa que son la seña de identidad de este país que llamamos España.

Saludos y Libertad!

Las razones del Gobierno de Madrid

enero 29, 2013

Las idas y venidas a costa del dichoso euro por receta no son sino la muestra de la que viene siendo la estrategia del gobierno de la Comunidad de Madrid en lo que al equilibrio presupuestario y la financiación autonómica se refiere. El patriotismo enarbolado tanto por Esperanza Aguirre como por su sucesor, Ignacio González, va más allá de meras declaraciones ante los medios o aprovechando actos e intervenciones en la Asamblea regional. Y todo, en un contexto económico y político muy concreto, en el que desde hace nueve años, la Comunidad de Madrid está siendo castigada en términos de inversión y reconocimiento poblacional de cara a una mejora en la financiación. Madrid no puede soportar ni un minuto más que España se haga a su costa, y sea ella, principalmente, quien sufrague el intolerable lisonjeo a Cataluña, tanto por los gobiernos del PSOE como por los del PP.

Cataluña necesita ingentes cantidades de dinero extra para hacer frente a sus compromisos de gasto. El Estado proporciona esta línea de financiación adicional y aún así, la Generalidad cierra 2012 incumpliendo el objetivo de déficit, comienza 2013 con nuevos retrasos en el pago a proveedores, y anuncia que va a necesitar para este ejercicio un complete aún mayor del que percibió el año pasado.

Financiándose de acuerdo con la misma norma, incluidas las competencias adicionales en materia de tráfico, prisiones y seguridad que Cataluña tiene, pero no Madrid, ésta última sí cumple, aunque por los pelos, a los objetivos marcados sin ayudas extraordinarias del gobierno central. Cataluña está arruinada no porque le falte financiación, sino porque su gasto público ha sido dimensionado para unas funciones y objetivos que resultan impropios de un gobierno autónomo en medio de una crisis. Y aún con todo, Cataluña es la región que más inversión pública directa recibe, y a la que sí se le ha reconocido su incremento poblacional, a costa de no hacerlo con el resto de comunidades.

Con estos antecedentes resulta sencillo adivinar cuáles son las razones del PP madrileño para seguir una política, en apariencia tan improvisada, contradictoria y errática, en lo que a la disciplina presupuestaria se refiere. Madrid es la que más aporta al común, la que más PIB genera, y también, la que políticamente más esfuerzos hace por mantener España unida. Madrid no recibe el mismo trato que Cataluña, sino que sus habitantes somos los grandes damnificados consecuencia de la miseria y el complejo con que los gobiernos de España gestionan la presión particularista catalana. Y es por ello que nuestro gobierno autónomo ha decidido bloquear o compensar cualquier decisión adoptada por la Generalidad en materia de financiación, así como, llegado el caso, todo acuerdo con el gobierno de España que pretenda dar un trato privilegiado a Cataluña respecto al resto de regiones del territorio común.

Lo que no ha hecho hasta el momento el PP madrileño es sacrificar lo que le distingue del resto de gobiernos autónomos, así como del propio Rajoy. En Madrid no se suben impuestos. En todo caso, se refuerza la captación de recursos en forma de tasas y copagos, que no es sino cobrar por el servicio a quien lo disfruta, sin que el resto de ciudadanos tengan que soportar una carga fiscal adicional. Pero es que incluso esta postura viene a reforzar la estrategia de contención planeada por el gobierno madrileño. Si Cataluña es un infierno fiscal e intervencionista, Madrid será el refugio. Si el nacionalismo ha hecho de Cataluña una región antipática y dividida, ingobernable y quebrada, Madrid es el ejemplo de que con el mismo sistema de financiación, e incluso reproduciendo las medidas extraordinarias que no supongan más intervención, o más impuestos, es posible hacer las cosas bien, para seguir siendo la región más dinámica y próspera del país.

A pesar de todo, este esfuerzo emprendido por los gobernantes madrileños se ha convertido, al contrario de lo que debería, en un gran obstáculo para el gobierno de España, que pese a pertenecer a las mismas siglas, se caracteriza por su desvergonzado oportunismo. Rajoy quiere zanjar el tema catalán ofreciendo un modelo de financiación especial. Quizá no en forma de concierto, pero sí que intensifique la discriminación positiva que durante la última década ha disfrutado la Generalidad. Esta decisión quiebra la unidad del país, a costa de que los madrileños seamos los grandes perdedores. Esto hace que el comportamiento de nuestro gobierno autónomo sea tan razonable como defendible.

Saludos y Libertad!

La autodeterminación de Cataluña

enero 24, 2013

El nacionalismo sabe que sin proceso, no hay independencia. Para forjar una masa suficiente partidaria de la secesión, no basta con proclamar hoy desde un balcón de la Generalidad el Estado Catalán, o de convocar para pasado mañana una consulta ilegal. La autodeterminación, como ruptura de un statu quo mantenido durante siglos, exige un proceso de transformación, agitación y manipulación de sentimientos, sin el que difícilmente podría lograrse el pretendido resultado.

Cierta casta, o élite catalana, lo ha intentado antes, siempre con idéntico resultado. Quizá el error fuera no entender que no bastaba con el contexto, tomado como pretexto, sino que también resultaba ineludible formar y consolidar una conciencia identitaria capaz de soportar las presumibles inclemencias de la independencia. Un proceso, que nunca ha llegado a ser tan evidente como hasta ahora, es lo que faltó en anteriores intentonas rupturistas emprendidas desde Cataluña.

Nada es nuevo, ni siquiera la estrategia de movilización que el nacionalismo mantiene desde la sonada manifestación de la Diada. La autonomía durante 30 años ha servido para construir un sentimiento nacional que ha dado sentido y contenido a la clásica rivalidad popular entre los catalanes y el resto de españoles. La tensión con Madrid, tomada como sinónimo de «gobierno de España» unas veces, y de «Estado español», fiscalizador y distribuidor, más recientemente, ha sido una constante en la vida política de este país durante los últimos cuatro o cinco siglos. Pero no son las élites, sino el pueblo, quien soporta los procesos políticos de magnitud, como lo sería una secesión en toda regla. Y por esa razón el nacionalismo ha demandado esas “estructuras de Estado”, en forma de autonomía dentro de España, que en su día fueron ideadas por las monarquías europeas para hacerse naciones a medida, sumisas en lo fiscal y entregadas en lo militar. El discurso de Mas no sólo es confuso, sino que llama al engaño, reclamando hoy, como si no los tuviera en absoluto, recursos y potestades que el Estado español ya entregó cuando se decidió descentralizarlo en lo fundamental. En cualquier caso, detrás de semejante reivindicación se esconde la aspiración a que su Estado, o mejor dicho, la parte del Estado que ya está en manos del nacionalismo, se consolide al margen de “Madrid” y pueda así plantarse en Europa como uno más, al nivel de Eslovenia, Letonia o Irlanda…

El proceso, decía, exige al nacionalismo cumplir paso por paso la receta de la autodeterminación. Primero un acontecimiento de masas, refrendado más tarde por una convocatoria electoral, y después, articulado en un acto simbólico, pero relevante, proclamando formalmente la soberanía del pueblo catalán. En este sentido se ha completado una fase: el pueblo clama, se le da la voz y los representantes la transcriben. Con el Estatut todo esto se dislocó sin acierto ni concierto, culminando en un referéndum, legal, que aprobó sin entusiasmo un texto imposible que cuando fue recortado por el Tribunal Constitucional, no suscitó para sí la necesaria simpatía.

Lo cierto hoy es que si mañana Mas saliera al balcón de la Generalidad y proclamase el Estado catalán, correría igual suerte que Macià en 1931 y Companys en 1934. Por eso necesita su particular proceso de ruptura y agitación. Por su parte, al gobierno de España sólo le queda lo propio: hacer cumplir la ley y velar por el mantenimiento del orden constitucional. Durante los años que dure el proceso emprendido por el nacionalismo, estos dos actores, junto con PSOE y PSC, deberán cada uno de reafirmar sus posiciones llevándolas hasta la divergencia más absoluta. Esta fuerza desgarradora pondrá a prueba dos consensos: el español, en términos generales, sobre el modelo de Estado y la unidad nacional, y el estrictamente catalán, sobre su inclusión en la nación española y su continuidad dentro del Estado.

 Parece evidente que de esta no saldremos sin un profundo cambio en la organización política de España así como de su integración social. En mi opinión, no es la unidad de España lo que está más en juego, sino la vertebración misma de su Estado de Bienestar así como la capacidad del gobierno central de alimentar y reforzar la idea y el sentimiento de nación española. Son estos dos factores los más relevantes, y por ello, deberían condicionar el debate político tratando de silenciar el desafío genuinamente nacionalista, ya que éste no pretende solventar desencuentros, sino avivarlos. A los españoles debe preocuparnos cómo articular España,  no la manera de contentar a quien siempre ha querido y querrá su desaparición.

Saludos y Libertad!

Las razones del catalanismo

diciembre 18, 2012

Teniendo en cuenta los antecedentes del nacionalismo en la historia reciente europea, resulta necesario volver una y otra vez sobre el peligro cierto que representan las tesis catalanistas para la convivencia y la libertad de todos los españoles.

El catalanismo no es un nacionalismo típico. Los que son de su clase, no han avanzado tanto, ni mucho menos logrado tan alta cota de poder dentro del Estado al que combaten.

El nacionalismo catalán es de tipo elitista, ya que lejos de encarnar las legítimas aspiraciones de un pueblo señalado, discriminado y empobrecido merced de un poder extranjero superior, Cataluña es y ha sido al menos durante los tres últimos siglos, una de las regiones más próspera de España. Sus ciudadanos han campado e influido en España, como pocos de otras tierras españolas han logrado destacar.

Los catalanes no son una etnia definida, con rasgos destacables que los hagan diferentes a sus vecinos del sur o el oeste. Es más, su sangre es netamente castellana, dada la composición demográfica que ha adquirido la región en los últimos trescientos años. Durante el siglo XVIII, su población se duplicó. En el siglo XIX otro tanto, así como en el XX. Del medio millón escaso de catalanes que había en el año 1700, hay que sumar las continuas oleadas de habitantes de otras regiones españolas, que han ido poblando Cataluña hasta nuestros días. De ahí que pueda concluirse que no hay catalán que no tenga sangre castellana corriendo por sus venas, incluidos los que lucen apellidos con solera, los cuales, en su inmensa mayoría es probable que no se remonten a más de cien o doscientos años, y sean, por lo general, adaptaciones, traducciones o meras atribuciones del lugar de nacimiento o residencia.

Dos son los elementos que hacen de Cataluña una región significada casi desde su origen. En primer lugar, la existencia de una lengua habitual y demarcable, conocida como lengua catalana, con sus avances y retrocesos, practicada por nobles y pueblo llano de manera desigual e inconstante, y siempre compartida con el espontáneamente omnipresente castellano (que por algo acabó convirtiéndose en la lengua común de los españoles). En segundo lugar, la frustración inevitable de una clase dirigente que incluso antes de la unión de los reinos de Castilla y Aragón, ya pretendía la unidad de España, con el claro objetivo de servirse de la misma para ver acrecentar su poder y predominio en la península, Europa y el mediterráneo. La historia de esa ambición tiene momentos dulces, épocas amargas, y episodios de claro enfrentamiento con el poder central.

Estos factores han sido siempre utilizados por la nobleza y élite catalanas para, parapetándose tras unas instituciones (que ya con los Reyes Católicos eran prácticamente papel mojado frente a la todopoderosa monarquía hispánica), tratar de influir y determinar el gobierno del todo. Quizá su frustración provenga de la genuina imposibilidad de que un poder tan amplio como el español, fuera dirigido bajo los intereses regionales, muy estrechos, de una élite provinciana. O tal vez dicha frustración proceda de que se quiso centralizar España desde Cataluña cuando Castilla era el punto de apoyo natural de la monarquía hispánica, por su superioridad económica y demográfica, también por América, y otras muchas razones. El caso es que la estrategia de dominación practicada por la élite catalana nunca ha acabado bien. De ahí que los momentos de debilidad o decadencia del conjunto, sean aprovechados por esta Cataluña aristocrática, para destacar, e incluso desafiar al resto del país.

Empezaba diciendo que el catalanismo pertenece a un tipo de nacionalismo cuya naturaleza no coincide plenamente con el que ha sembrado de muerte y destrucción los dos últimos siglos de historia europea. No es un nacionalismo étnico, ni siquiera cultural. Su única justificación es el mero snobismo de quien pretende desligarse de lo que considera la pesada carga de pertenecer a una unidad política más amplia.

Cataluña es España, y lo es por cómo se manifiestan hoy sus finanzas, infraestructuras, instituciones y sentido común. Algunos catalanes, quizá la mayoría, se definen frente a España, pero incluso esta es la mejor muestra de que son intrínsecamente españoles. No hay nada en Cataluña, ni siquiera la lengua que consideran identitaria, y algunos excluyente, que constituya motivo suficiente como para suponer que la convivencia entre los catalanes y el resto de los españoles deba pasar por la constitución de dos estados diferenciados.

Se habla de Madrid como si no hubiera catalanes en las instituciones políticas nacionales, en los consejos de administración de las empresas cuyo solar principal es el español o en los medios de comunicación nacionales. Se habla de expolio, como si en Cataluña no se disfrutasen de las ventajas que tiene pertenecer a un mercado más amplio, en el que generan ganancias que tributan en su región, procedentes de otros territorios. Se falsean las cuentas públicas, como si la Generalidad fuera la única administración que gasta e ingresa en la región, cuando lo único cierto es que el Estado también se manifiesta a nivel local, provincial y regional, en su función eminentemente redistributiva.

Las mentiras del catalanismo coquetean con peligrosos sentimientos que guardan un dantesco historial en nuestro continente. Plantean la necesidad de un Estado como si los catalanes fueran los palestinos de este lado del mediterráneo. Hablan del resto de España, como si no fuera su lugar de vacaciones, el hogar de su infancia, de sus padres o abuelos, la fuente de la cultura, riqueza, y el entretenimiento que practican y consumen a diario. Como si el castellano no fuera el idioma que más posibilidades de comunicación les brinda, e incluso la lengua materna de la mayoría de los catalanes.

Los peligros que encarna el independentismo catalán son muchos, pero inciertos. La ingenuidad de quienes lo defienden apunta que el resultado diferiría del presente sólo en términos políticos, y que esto, por supuesto, no traería sino ventajas para todos en el resto de órdenes, así como una mejor convivencia entre los pueblos. Pero la historia está para ilustrarnos, y desgraciadamente, para repetirse.

Lo único cierto es que España, con sus defectos, es un espacio de integración política, donde catalanes, murcianos o gallegos, participan de sus instituciones en pie de igualdad, gozando exactamente del mismo estatus ciudadano. Esta razón derriba cualquiera de las que enarbole el catalanismo, y por ello, se convierte en la única bandera legítima e imbatible en defensa de la unidad de España: ciudadanía española, como apuesta por un espacio de convivencia más amplio y libre para todos.

Wert y el castellano

diciembre 11, 2012

La izquierda y los nacionalistas tratan de aprovechar la polémica suscitada por la propuesta de reforma educativa planteada por el Ministro de turno, el señor Wert. Unos para reafirmarse en los desastrosos y fracasados fundamentos de la LOGSE. Otros, para vigorizar su victimismo-reflejo en aras de suscitar entre la población un sentimiento de acorralamiento y exclusión desde el que avanzar en el proceso secesionista emprendido.

Lo único cierto es que la reforma de Wert no impone nada contrario al aprendizaje y uso de las lenguas cooficiales de España. La única novedad es que el Estado, por primera vez en democracia, ejerce su cometido natural de integrar a todos los españoles bajo un mínimo común cultural. Esta razón, que es propia de los Estados, pero que en el nuestro se había transferido a las Comunidades Autónomas (especialmente a aquellas con elementos singulares relativamente arraigados entre la población), está alimentando la polémica. Al margen de cualquier discusión sobre la legitimidad del gobierno, sea éste del Estado, o de una CA, para la inmersión cultural de sus ciudadanos, lo cierto es que cualquier Estado que se precie sostiene políticas en este sentido. Que en España esto dejara de suceder a principios de los años 80, no impide que pueda aflorar la necesidad de reavivar lo que es, por definición, una de las funciones básicas del Estado.

Volviendo al texto propuesto por el Ministro Wert, estos serían los aspectos más discutidos por nacionalistas y asimilados:

La reforma dispone que «las administraciones educativas garantizarán el derecho de los alumnos a recibir las enseñanzas en castellano”, también como lengua vehicular de la enseñanza si sus padres así lo eligieran. Las autonomías donde existan lenguas cooficiales y no sean capaces de ofrecer plazas públicas o concertadas donde el castellano sea vehicular, tendrán que pagar a los padres de alumnos que así lo deseen plazas en centros privados. Esta novedad afecta especialmente a Cataluña. En principio, no debería suponer ningún problema, porque ha de presumirse que la mayoría de los padres mantendrá su decisión sobre la escolarización de sus hijos en una u otra lengua. La principal diferencia es que las plazas privadas en castellano que ya existen tenderán a ser pagadas, todas, por la Generalidad, ya que los padres que tienen a sus hijos matriculados en esos centros serían estúpidos si renunciasen a que la administración les abonara el colegio de sus hijos, que hasta la fecha, seguramente les estará costando una fortuna.

Pero la reforma no se queda ahí. Se refuerza el papel de la lengua castellana y su literatura, que tendrán el tratamiento necesario para que todos los alumnos la comprendan y se expresen en ella con corrección, de forma oral y por escrito, al finalizar la enseñanza básica. El texto, con una gran falta de precisión, dispone que las administraciones educativas deberán garantizar en todas las etapas educativas obligatorias que esas lenguas cooficiales sean ofrecidas en las distintas asignaturas en «proporciones equilibradas en el número de horas lectivas», de manera que se procure el dominio de ambas lenguas oficiales por los alumnos, sin perjuicio de la posibilidad de incluir lenguas extranjeras. Es decir, que les corresponderá a ellas determinar la proporción de horas en el uso de una y otra lengua, siempre en atención “al estado de normalización lingüística” del territorio. Lo que se pretende es que incluso cuando se elija la lengua cooficial como vehicular, la enseñanza del castellano no quede relegada ni desvirtuada. Para ello, tanto la lengua castellana como su literatura serán troncales, igual sucederá con el inglés, pero no con las lenguas cooficiales, que serán materia de especialidad, aunque obligatoria, cuando los padres elijan educar a sus hijos en castellano. Este es sin duda alguna el aspecto más polémico de la reforma.

No es verdad que la propuesta de Wert sea un ataque contra las lenguas cooficiales. Pero quizá sea cierto que el legítimo y necesario reforzamiento de la enseñanza del castellano en todo el Estado, no esté definido en el proyecto de la mejor manera posible. Tiempo hay para rectificar.

Primero, porque no se debe forzar a una administración a que pague en la privada lo que está obligada por la constitución, la legislación vigente y las sentencias del Tribunal Supremo, a garantizar. La Generalidad, o cualquier otro gobierno autónomo, debe proveer las plazas en castellano que los padres de sus alumnos soliciten, aunque no sea factible formar grupos en cada centro y haya que juntar a los alumnos en centros de referencia. La opción planteada por Wert, si bien a priori resulta más fácil de articular, es una huida hacia delante impropia de un gobierno sólido y responsable.

Segundo, porque nuestra Constitución, y así lo ha dicho el Tribunal Constitucional en varias sentencias, aunque distingue entre la lengua común y oficial del Estado, y las que son cooficiales en las regiones donde se hablen, no permite interpretar que se establezca una gradación entre las mismas a nivel educativo, o en la relación del ciudadano con la administración. Deben tratarse en igualdad. Por ello, si el castellano es troncal para quien elija estudiar en la lengua autonómica, también deberá tener dicha consideración la lengua local cuando el alumno reciba su educación en castellano. Sólo así se dará cumplimiento a lo prevenido por nuestro orden constitucional, y se eliminará cualquier atisbo de menosprecio a las lenguas regionales. Misma carga lectiva y mismo rango en el currículum del alumno. Creo que es una torpeza tratar de defender el español allí donde es atacado (como sucede en Cataluña) planteando un sistema de trato desigual.

Los nacionalistas combaten la reforma como si de un revival franquista se tratara. Pero aquí, lo único franquista son ellos, que han heredado el peor de los estilos, el discurso más ruin y peligroso, y las políticas más totalitarias de ese régimen.

La paz europea

diciembre 10, 2012

Desde la paz romana, Europa no había disfrutado de un periodo de paz como el que se inauguró en 1945 con el fin de la segunda guerra mundial. 70 millones de muertos, y la certeza de que el hombre tropieza dos, tres, y muchas más veces con la misma piedra, llevaron a los Estados democráticos del viejo continente a fundar una nueva manera de integración política y económica. El mercado común se convirtió en el escenario primordial sobre el que construir una nueva fuente de reglas y decisiones que finalmente, y tras más de medio siglo, hoy es conocida como Unión Europea. Al concederle el premio Nobel de la paz, el comité del parlamento noruego no está reconociéndole a la UE ningún mérito en su voluntad de pacificación exterior, sino, en cualquier caso, recompensando su hasta ahora satisfactoria capacidad de integración, como garantía de la paz interna de Europa.

La segunda guerra mundial no terminó en 1945. Transcurrieron muchos años de caos y venganza. Media Europa quedó bajo el yugo implacable y asesino del comunismo. La CEE primero, y la UE décadas más tarde, es el resultado de un proceso de integración política, económica y cultural que en un periodo relativamente breve de tiempo, ha incorporado Estados que hasta la fecha se habían enfrentando de forma recurrente, o que habían permanecido aislados por culpa de sus regímenes políticos. En este sentido, el proyecto europeo está siendo un auténtico éxito.

Pero como en todo, más allá de sus luces, deben destacarse sus sombras. La CEE no pudo, o no supo definir una estrategia frente al bloque soviético durante la guerra fría. Tampoco estuvo a la altura cuando Alemania recabó el apoyo de sus socios para completar el proceso de reunificación que comenzó con la caída del muro de Berlín. La UE no supo enfrentarse ni intervenir en el conflicto yugoslavo. La guerra de Bosnia puso al descubierto las miserias de la Unión, que volvieron a quedar en evidencia en el conflicto suscitado por la hasta entonces región serbia de Kosovo. La tutela de los EE.UU. ha seguido resultando indispensable en todos y cada uno de estos acontecimientos. Aun así, la integración europea puede presumir de haber creado el ámbito en el que un mayor número de individuos disfruta de paz en libertad, pese a que las instituciones comunitarias y los mecanismos de intervención que han generado, pongan en peligro esa segunda condición.

La paz europea, como lo fuera la romana, depende, ante todo, de la libertad de los individuos que actúan en el mercado sobre el que se asientan sus instituciones políticas. En la medida que este principio se vea atacado, o las fronteras de la Unión se entiendan como barreras comerciales, garantía de una supuesta prosperidad mercantilista, el proyecto político tenderá a colapsar.

Sin embargo, debemos mostrarnos optimistas. Como decía, no ha habido otro periodo de paz y prosperidad en Europa como el que venimos disfrutando en términos generales desde hace seis décadas. A la paz romana le siguieron otras, que fueron diferentes a ella porque ponían fin a guerras civiles europeas, que con los años y los siglos fueron abarcando un ámbito planetario. No es cierto que en 1945 terminase la “segunda” guerra mundial. Fueron otras muchas las disputas que llevaron el conflicto interior europeo a otros continentes.

El tratado de Roma, en 1957, no es la Conferencia de Yalta, ni los tratados de Versalles o Fráncfort, o la Conferencia de Viena, el tratado de Utrecht, la Paz de Westfalia… La fundación de la CEE representa el origen de un inaudito y esperanzador proceso de integración política que tiene una gran complejidad y un futuro incierto, pero que no por ello debe impedirnos que nos mantengamos firmes en la convicción de que los individuos somos más libres y tenemos un horizonte mucho más prometedor, cuando permanecemos unidos en proyectos políticos cada vez más amplios e integradores que nos reconozcan a nosotros mismos como principio y fin de su propia necesidad social.

Este premio Nobel es un balón de oxígeno para quienes luchamos contra el nacionalismo, además de un estímulo para que no abandonemos la ilusión europea simplemente porque el intervencionismo sea hoy un rasgo dominante en las instituciones comunitarias. Lo que importa es seguir en paz, y para lograrlo, tenemos que luchar al mismo tiempo por la libertad en el seno de la Unión.

Tasas judiciales

noviembre 23, 2012

El incremento y la extensión de las tasas judiciales han provocado que la mayoría de los profesionales del Derecho se unan en la oposición frente a esta nueva medida del gobierno de Rajoy. Sin embargo, la aparente coherencia que se infiere del consenso crítico suscitado, corre el riesgo de ser interpretada como una simple reacción corporativista, proveniente sobre todo de abogados y procuradores, por ser ellos los profesionales económicamente más afectados. Sea como fuere, conviene revisar qué modelo de administración de justicia y asistencia jurídica tenemos en España, y cómo se financian en todas sus fases.

Si, dejando al margen la singular naturaleza de la jurisdicción penal, establecemos dos sistemas contrapuestos de administración de justicia, en función de su carácter estrictamente público o privado, resulta mucho más sencillo de entender en qué lugar se encuentra nuestro modelo, y hacia qué dirección apuntan las distintas propuestas o reformas planteadas. En cualquier caso, asumiremos que el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva debe ser garantizado por los poderes públicos, en el sentido de que los mismos proporcionen asistencia jurídica gratuita a quien no tenga capacidad económica para ello. Las diferencias entre justicia pública y justicia privada, que entonces nos preocupan, serían fundamentalmente en materia de costes del servicio, tomado éste desde todas sus perspectivas.

En un sistema judicial público, todos los costes vinculados los soporta el presupuesto del Estado. Esto es, todos los ciudadanos a través de sus impuestos. La Administración de justicia está formada por funcionarios públicos, y se ejerce con medios de idéntica titularidad. Los profesionales dedicados a la defensa y la representación de los ciudadanos, serían, en este caso, o funcionarios, o miembros de colegios profesionales, nutridos con fondos públicos, que utilizarían para pagar a los profesionales colegiados en función de su actividad, o mediante un salario. Dichos profesionales serían designados por turno, u otro mecanismo de elección reconocido a los ciudadanos.

En un sistema judicial privado, en el que se presupone la función pública en materia de administración de justicia y el derecho a la asistencia jurídica gratuita, la financiación se realizaría mediante el pago de Tasas, de cuya recaudación se pagaría a su vez la defensa y representación de quienes cumplieran los mínimos establecidos para el acceso a profesionales de oficio. En términos generales, los ciudadanos que superasen esos mínimos, pagarían tasas de acceso a los tribunales, y al mismo tiempo, las minutas solicitadas por los profesionales que libremente designarían para su defensa y representación. Al mismo tiempo, un sistema judicial privado, derivaría de manera espontánea la mayoría de los pleitos civiles, mercantiles y laborales, a un sistema alternativo y competitivo de mediación y arbitraje, que liberaría a juzgados y tribunales de gran carga de trabajo, concediéndoles en su caso una labor de revisión, o meramente ejecutiva, de los laudos y acuerdos recaídos.

Nuestro régimen actual posee rasgos de uno y otro modelo, sin que podamos definirlo como semipúblico o semiprivado en todas sus facetas. Lo que sí puede afirmarse es que las reformas propuestas por expertos, y hacia las que parece encaminarse nuestro sistema judicial, tienen un carácter estrictamente privatizador, respetando los límites establecidos por nuestra Constitución, y en concreto, los derechos fundamentales reconocidos en su artículo 24.

En definitiva, las tasas judiciales no son un mal que debamos combatir, sino una opción deseable cuya progresiva extensión debe realizarse en un contexto fiscal determinado. Si el Estado estima que quien pretende hacer valer un derecho ante los tribunales debe ser quien soporte directa e íntegramente el coste de tal acción, al menos en lo que al presupuesto de administración de justicia se refiere, esto son, las tasas judiciales, ese mismo Estado debería permitir la deducción del coste soportado con dichas tasas, en el pago de otros impuestos. Es decir, lo que el Estado ahorra dejando que los tribunales cobren tasas, no puede pretender ingresarlo por partida doble mediante impuestos, que nutrirán un presupuesto que gracias precisamente a esas tasas judiciales, debería verse liberado de la partida relativa al mantenimiento de la administración de justicia.

En cualquier caso, la extensión de tasas debería orientarse hacia la consecución de varios objetivos, que reviertan en la mejora de la calidad de nuestra administración de justicia. En primer lugar, deben incentivar que los ciudadanos traten de solventar sus diferencias civiles (incluyendo las que nuestra legislación segrega en lo laboral) negociándolas, por sí mismos, o a través de profesionales. Como un paso más allá, las tasas deberían generar un coste más elevado para quienes acudan a la jurisdicción, frente a aquellos que decidan recurrir a los mecanismos de mediación y arbitraje surgidos en un mercado presumiblemente competitivo. Y para el caso de que finalmente los ciudadanos decidan o se vean obligados a recurrir a jueces y tribunales públicos para hacer valer sus derechos, dichas autoridades, liberadas del actual colapso, deberían ser suficientes, disponer de medios adecuados y de tiempo, para mejorar la calidad jurídica de sus resoluciones, y la eficacia de su labor ejecutiva. Limitando el acceso a una segunda instancia, o gravándola mediante tasas elevadas, los jueces de primera instancia deberían realizar un esfuerzo adicional en la motivación de sus resoluciones, lo que beneficiaría enormemente a unos ciudadanos.

Por todo ello, la extensión y subida de tasas no sólo responde a la urgencia presupuestaria en la que se encuentra el Estado, sino que es el camino hacia la consolidación de un sistema de justicia mucho más abierto, eficiente y de calidad, que el actual. Si nuestra justicia se financiara exclusivamente mediante tasas, ello no implicaría la desatención de aquellos ciudadanos que para hacer valer sus derechos en la jurisdicción civil, no tengan otro remedio que solicitar asistencia jurídica gratuita. Todo lo contrario. Precisamente el sistema de tasas judiciales permite coordinar esta cobertura, y garantía de la tutela judicial efectiva, con la litigiosidad existente en cada momento, que sería gravada en función de las necesidades de financiación consolidadas. Pero en cualquier caso, y como requisito básico para lograr que el sistema de tasas, que pagarían sólo aquellos que superasen los mínimos establecidos, no generase dificultades adicionales o añadiera costes indebidos a los ciudadanos, el importe soportado por el pago de dichas tasas debería poder deducirse por todos en el pago de sus impuestos sobre renta y beneficios, sin discriminar entre particulares, profesionales o empresas.

La dependencia de Cataluña

septiembre 16, 2012

El guirigay catalán en tres escenas.
La primera, una multitudinaria manifestación por las calles de Barcelona, convocada por furibundos independentistas, nutrida por indignados ciudadanos más disconformes con la crisis y los políticos que con la estricta unidad de España, y mediatizada por un gobierno autonómico que necesita ser rescatado pero se niega a someterse a las condiciones del rescatador.
La segunda, una respuesta ingenua y breve dada por el presidente del Barsa, mostrando su confianza en que, tras una hipotética independencia catalana, su equipo continuaría disputando la liga española.
La tercera y última, Mas explicando en Madrid las razones de su deriva independentista que resume en el hartazgo mutuo que, en su opinión, sienten entre sí catalanes y resto de españoles.

A la primera, no es cierto que el independentismo esté en su mejor momento. Al contrario. Está sacando toda su artillería consciente de que es ahora o nunca. La crisis del particularísimo catalán resulta evidente. La inmersión lingüística tocó techo hace años. El victimismo fiscal es una falacia: Cataluña recibe del Estado más de lo que le aporta. El protoestado catalán ha demostrado varias razones que invalidan el proyecto independentista: corrupción, sobredimensionamiento y quiebra, falta de competitividad.
La segunda escena resume la ingenuidad y la endeblez del pensamiento político de esta época. Se confía en que las consecuencias de nuestros actos y decisiones sean únicamente positivas. Pensamiento mágico que promete ventajas y niega los costes.
Y la tercera, que plantea un escenario irreal, donde catalanes y demás españoles supuestamente viven dándose la espalda, sin vínculos de todo tipo. Los políticos monopolizan en sus discursos lo que el resto de ciudadanos deberían materializar al unísono como si tales generalizaciones fueran ciertas. Pero sucede exactamente lo contrario. Cataluña está en España y se define como una parte fundamental. Turismo, comercio, familia, inversión, fútbol, desafíos comunes, una cultura y una forma de ser reconocibles sin distinción… El hartazgo del que habla Mas es solo el que siembran los políticos. Cuando la gente ve un Madrid Barsa, cuando un catalán se muda a otra parte de España, cuando un madrileño hace turismo por Cataluña, cuando se contrata a una agencia de publicidad barcelonesa o se abre una cuenta bancaria en la Caixa… Tantísimas relaciones e interacciones que a diario definen la pertenencia de Cataluña a algo más amplio que se llama España.
Y ese es el statu quo, la realidad, que pretende cercenar el particularísimo catalán bajo la promesa de un beneficio absoluto para los catalanes. Una ruptura brutal y despiadada que no tiene justificación alguna, dado que en cualquier caso la disputa legítima en términos fiscales no debería plantearse entre el gobierno catalán y el central, sino entre aquel y el andaluz, dado que son el tamaño y las decisiones de éste último lo que fuerza la trasferencia interterritorial orquestada por el Estado. Se trata por tanto de una cuestión de modelo de político, de intervención pública. Y nada más. Cataluña no va a dejar de ser España en todo lo demás, que es precisamente lo que hace nación y define la vida y el sentir de los ciudadanos. Pretender, como hace el nacionalismo, que sea posible crear una nación emocional y política dotada de un Estado independiente, al menos en apariencia, sin que todo lo demás cambie, es una ingenuidad, y una trampa para los ciudadanos.
Saludos y libertad!

Ahora, los liberales

julio 23, 2012

En 1989, si no antes, se hundió el socialismo, o lo que algunos conocen como socialismo real. Quizá está última adjetivación sea más precisa, si tomamos el término socialismo desde su definición teórica (todo sistema de agresión institucional contra el ejercicio de la acción humana o función empresarial, que diría Huerta de Soto). Pero bien, a efectos estrictamente discursivos, admitamos en que con el fin de la guerra fría desapareció también en el debate político occidental, y mundial, la dicotomía capitalismo/socialismo. En realidad lo que supuso la crisis de los Estados que practicaban el socialismo real, o su evolución hacia nuevas formas de relación entre mercado y Estado, fue el nacimiento de la hegemonía socialdemócrata. Otro totalitarismo que lograba por fin adueñarse del pensamiento dominante, deshaciéndote de los utopistas, en un proceso de asimilación de ciertas ideas e instituciones hasta entonces consideradas «liberales». Lo que muchos llamaron el éxito del neoliberalismo, no debe entenderse como tal. Ante la perplejidad del pensamiento dominante, se optó por ocultar los cambios acaecidos en el seno de la socialdemocracia, tachando estos de asimilaciones liberaloides perfectamente separables e incluso reversibles. Nada más lejos de la verdad. La socialdemocracia, y a eso debe su éxito en la batalla de los totalitarios os, ha sabido incorporar elementos importantes en el esfuerzo continuo por alcanzar su propia pervivencia. La sensación de que se trata del sistema definitivo y sostenible que las sociedades occidentales, y ahora mundiales, aguardaban desde el comienzo de los tiempos en su incansable búsqueda y anhelo de justicia (social).
La confusión a la que dio lugar es la que en nuestros días, y con especial intensidad desde que estalló la gran crisis global que padecemos, a que surgieran pensadores, políticos y corrientes de opinión obsesionadas en separar, aislar y definir los elementos «ajenos» a la estén la socialdemócrata que, por supuesto, eran los únicos causantes de esta terrible coyuntura. Se empezó entonces a hablar de la «desregulación», del empequeñecimiento de los Estados, su retroceso, el avance de la economía financiera al margen de los organismos de supervisión… Patrañas todas que sirvieron de nuevo a la socialdemocracia para, en un esfuerzo catártico inconfesado, retomar las riendas de la situación y aparecer con la alternativa, de nuevo, a los extremos del pasado. Nada más lejos de la realidad. Ya hemos dicho que la socialdemocracia fue alternativa mientras que el socialismo real le opuso resistencia, pero nunca lo fue a nivel interno, ni una vez caído el bloque soviético, dado que su dominio es y ha sido absoluto desde al menos el final de la segunda guerra mundial.
¿Qué papel político ha ejido entonces el liberalismo en todo este desaguisado? Fundamentalmente ninguno. No a nivel organizado, como fuerza vinculante que haya logrado reformas completas. Sí como influencia, en el mundo de las ideas, de la mejora de las instituciones socialdemócratas. El liberalismo ha contribuido a hacer más libres a las sociedades, como siempre lo ha hecho en su historia. Pero nunca ha gobernado, ni limitado realmente el poder del Estado. Sencillamente lo ha transformado, haciéndolo compatible con la libertad individual en la medida que esta se antojaba como más eficiente en términos de coordinación, creación de riqueza y progreso humano. Ha sido, por lo tanto, una herramienta más al servicio de la socialdemocracia. Y es que la socialdemocracia ha triunfado con el mismo espíritu que lo hizo Roma, e incluso el cristianismo durante determinados momentos de su desarrollo histórico. La socialdemocracia asimila ideas e instituciones que en principio podrían parecer contrarias a su fin teórico e ideal. No obstante, se convierten en instrumentos a su disposición que nunca llegan a limitar completamente su naturaleza estrictamente totalitaria. La socialdemocracia nunca ha renunciado al imperio, al dominio social, a la doma del individuo, su conducta, sus valores…
La cuestión es si esta crisis va o no a suponer un antes y un después en la breve historia de la socialdemocracia. En realidad no puedo ser plenamente optimista, pero sí estoy seguro de una cosa: si hay una alternativa económica, moral y política al sistema en que vivimos, es el liberalismo. Por fin nos encontramos en una situación donde los Estados aparecen noqueados e incapaces de enfrentarse a la vorágine que ellos mismos han creado. La socialdemocracia no plantea respuestas completas, no concede esperanza a un pueblo cada vez más pesimista y desencantado. Del socialismo, que pretende resurgir merced de la desesperación y la incomprensión de muchos, no logra revivir su atractivo de antaño. Quizá sea muy pronto incluso para los más necios e ingenuos.
La crisis de la socialdemocracia deja paso a varios mundos: una socialdemocracia agónica que arrastre consigo a toda la civilización occidental hasta su ocaso definitivo; una socialdemocracia reformista, que sorprenda como siempre lo hace haciendo propios instrumentos liberales que logren asegurarla durante, digamos, los próximos veinte años; o un panorama de sensatez y auténtica desesperación donde se vea en el liberalismo la única baza nunca utilizada, la alternativa real al sistema que tanto desagrado e indignación, por uno u otro motivo, nos provoca a todos.
Al decir esto, que el liberalismo es la única alternativa jamás aplicada en nuestra historia, algunos tendrán la tentación de sacar el siglo XIX a relucir, valiéndome de tópicos, historia y literatura ficción, propaganda marxista, propaganda reaccionaria… Cualquier tipo de argumento les complacerá para auto convencerse de que una «vuelta» a los valores del XIX, según ellos liberales, nos llevarían a un mundo de explotación y precariedad para la mayoría de la población.
Este pensamiento es la traducción de graves deficiencias teóricas e históricas en el conocimiento particular de quien lo practica. No voy a entrar en cuestiones económicas, porque creo haberlas tratado demasiadas veces y desde distintos puntos de vista. Pero sí me interesa analizar los factores moles, religioso y políticos que conducen a este error. Primero, porque no llegan a entender, estas víctimas del oscurantismo del pensamiento políticamente correcto, que la socialdemocracia es la evolución del cristianismo en su versión estrictamente colectivista. Con la diferencia de que aquel se basaba, al menos en términos filosóficos, en la voluntariedad de la entrega a la comunidad. Sin embargo, y aprovechando los instrumentos ensayados por el totalitarismo comunista y nacionalista, el estado de guerra, y otras cuestiones, la religiosidad atea de la socialdemocracia, y su parroquia universal, se sirven de la coacción, admitida en términos filosóficos morales, racionalizada y practica de manera institucional. Este fenómeno supone una auténtica novedad que blinda en van medida el pensamiento socialdemócrata. Lo bueno se enreda con lo recto, y la caridad se colectiviza en forma de solidaridad forzada. Nace la parroquia por Via de apremio y asimilación moral.
En cuanto al factor político, el siglo XIX no ninguna manera un mundo donde la libertad dominase sobre la coacción, como tampoco lo hizo el libre pensamiento sobre la unificación moral y religiosa, en los términos ya expuestos. El siglo XIX es la centuria de los Estados. Estados que crecen y comienzan a planificar sus economías con las armas de la época, privilegiando a industriales, reorganizando ciudades, estableciendo la expropiación forzosa por función social, etc. El colonialismo y el imperialismo son consecuencias de ese avance de la coacción sobre la libertad en el seno de los Estados, que no tardarán en asimilar, o quizá dejarse dominar, por el pensamiento socialista. Dulcificado, y de esta simbiosis, surgirá un tipo de socialismo que poco a poco se hará llamar socialdemócrata. El mal llamado Estado Liberal (solo un gobierno puede ser tal cosa, en oposición al gobierno tiránico), se hace social a medida que avanza una ideología, un pensamiento, y un tipo de totalitarismo que se concibe, tanto desde el convencimiento como desde el pragmatismo conservador, como el paso fundamental en la evolución de la organización política de las sociedades occidentales. Es el germen de los totalitarismo, y parte indiscutible del gran colapso o crisis que precipitó las dos guerras mundiales, cada una en su momento y con sus causas. El siglo XIX, por tanto, incubó y vio nacer al Estado mastodonte, burocratización, expansionista, social e intervencionista. Resulta absurdo atribuir a la sociedad de aquel entonces siquiera un ramalazo liberal, cuando su progresión era claramente orientada hacia la coacción. Muchos de los «liberales» de esa época fueron en realidad socialistas con piel de cordero, al estilo de Mill. Es curioso que se denomine liberales a tantos constructivistas, cundo la realidad es que los poco que hubo, quedaron muy pronto relegados al papel que seguirían cumpliendo por los restos: meros susurradores a los que recurrir en momentos puntuales de crisis. No obstante, y a pesar de lo negativo de mis palabras, debemos tener en cuenta que el Estado no lo era todo, como no lo es ahora. Las ideas y valores defendidas por el liberalismo, eran fuertes entonces como lo son hoy, incluso en personas que ni siquiera son conscientes de su importante función dentro del orden social liberal del que viven los Estados, y del que se aprovecha la socialdemocracia, como sanguijuelas hipócritas que son.
Saludos y libertad!